jueves, 23 de abril de 2020

La Conspiración del Pánico: psicología de la conspiranoia

 

¿A quién no le gusta sentirse especial? ¿A quién no le agrada que todas las miradas se ciernan sobre su persona, resplandecer, ser el foco de atención mientras que el resto se sume en el más oscuro ostracismo, vulgar y anodino? ¿Y qué más especial que saber lo que los demás no saben, ser el garante de un conocimiento prohibido, denostado por los poderes públicos que invierten enormes esfuerzos en acallar una verdad, a todas luces, indudable?




Las teorías de la conspiración, como se las conoce habitualmente, son aquellas corrientes de pensamiento underground, ese conocimiento compartido por pocos que guarda dentro de sí el poder de destruir naciones, de cambiar el paradigma de la sociedad en que vivimos, y a las que, sin embargo, nadie presta la suficiente atención. «Yo, y solo unos pocos privilegiados como yo, somos conscientes de cómo funciona el mundo, de cual es la verdad oculta tras la cortina de mentiras y falsedades de las que nos vemos continuamente bombardeados por los poderes fácticos y políticos», pensarán algunos. Pero lo cierto es que estas teorías son bastante conocidas por el público en general, en la mayoría de los casos, por lo que el problema no radica en que solo unos pocos dispongan de tal conocimiento, sino que tan solo unos pocos lo consideran real.

La llegada del hombre a la luna, la esfericidad de la Tierra, el asesinato de J.F.K o el actual COVID-19; todos estos eventos históricos –sí, aunque aún estemos sumergidos de lleno en este último, no creo que nadie dude de lo historica de la situación– han sido carne de cañón para los teóricos de la conspiración debido a lo jugosas que resultan estas tramas para la más que avezada imaginación humana. Uno de los grandes logros de nuestra evolución como especie –y de nuestro cerebro, más concretamente– es la facilidad con la que somos capaces de reconocer patrones en la naturaleza para dar significado a nuestras observaciones. Esto nos ha ayudado a desarrollarnos como sociedad, como cultura, y a mejorar tanto científica como artísticamente. 

La ciencia, al fin y al cabo, se basa en el reconocimiento y explicación de dichos patrones, pero siempre a través de un método específico que le da forma y la hace avanzar. Este método se basa en la observación objetiva de la naturaleza y los efectos que ciertas variables, naturales o manipuladas, producen. Porque cuando hablamos de manipular variables, que no conclusiones, no siempre nos referimos a corromper pruebas ni tergiversar hechos, sino a modificar el ambiente, por ejemplo, para comprobar los efectos que esta modificación tiene sobre otra variable que es, realmente, la que queremos medir. En ocasiones las explicaciones pueden ser sencillas, como la ley de la gravedad de Newton –aunque a la humanidad nos costara llegar hasta esta elegante propuesta–, pero otras veces, como suele pasar en el campo de la psicología, pueden llegar a ser muy pero que muy complejas. Sin embargo, esta complejidad no debe apartar nuestra vista de una de las reglas de oro de toda ciencia, y que ya el monje franciscano y filósofo Guillermo de Ockham formuló con gran acierto al final de la edad media, el principio de parsimonia

El principio de parsimonia nos advierte de que: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable. Esto significa que ante dos explicaciones cuyos resultados sean los mismos, siempre debemos quedarnos con la más sencilla, puesto que si podemos explicar un hecho en concreto con menos pasos, podemos concluir que los demás son innecesarios y no aportan nada a la explicación en general. Este principio, de innegable sencillez, nos haría pensar que, por lo tanto, discernir una teoría conspiranoica de la realidad no debería ser tan complicado. Pero, ¡ay!, pobre mortal, no estás tomando en cuenta la complejidad de la mente humana y sus innumerables sesgos, necesidades emocionales y concurrencias.

En más de una ocasión me he encontrado debatiendo con otras personas de mi entorno sobre este tipo de circunstancias –y he de decir que yo también he caído en más de una ocasión, sobre todo cuando era joven e impresionable, en las garras de la conspiranoia– y por más que hacía hincapié en los datos objetivos, por más que intentaba hacer que la otra persona fijase su atención en la lógica de mis proposiciones, e incluso apoyándome en la lógica proposicional para no dejar lugar a dudas subjetivas de a lo que me estaba refiriendo, utilizando yo de todos los recursos de los que era capaz para hacer ver lo erróneo de su razonamiento, y no porque lo dijera yo, sino porque lo decían el método científico, los datos contrastados y expertos en la materia –y no, no me refiero a sus excelentísimas eminencias twitteras, pues ahora todo el mundo se proclama experto de facto, ondeando la bandera del sentido común, en las redes sociales–, no era capaz de hacer que mi interlocutor centrara su atención en los hechos probados. Pero yo, que como psicólogo debería tener tan presente este tipo de cosas, fuera de consulta no era capaz de darme cuenta de que el problema no radica en la falta de atención del individuo al que trato de persuadir, sino en el foco de la misma

A las personas que creen en las teorías de la conspiración no les falta realmente capacidad atencional, sino que deciden dedicar dicha atención a los hechos que confirman sus espectativas, es decir, incurren en el típico error de la profecía autocumplica, o sesgo de confirmación, que es la tendencia a buscar la información que corroboran las propias creencias. Este sesgo, que se da con extrema asiduidad en todos y cada uno de nosotros y en casi todas la áreas de nuestra vida, adquiere una gran importancia cuando hablamos del tema que nos ocupa. Si yo solo presto atención y doy credibilidad a aquello que confirma mi manera de pensar actual, y que, por cierto, me hace sentir especial y único, no voy ser capaz, por mi mismo, de razonar correctamente si un argumento es válido o no.

Además, y como podemos ver en estos momentos, la incertidumbre, la inseguridad y el estrés prolongado, provocan que este tipo de creencias, no fundamentadas en datos observables y en un razonamiento adecuado de las evidencias, sean más sencillas de creer. Esto se produce debido a que las personas, ante el desconocimiento de lo que nos va a deparar nuestro futuro, y la pérdida de control que esto nos produce, nos aferramos a este tipo de conspiraciones que, de un modo u otro, nos consuelan al poder dar una explicación satisfactoria a la problemática que nos aflige, poder culpar a alguien de ella o, simplemente, sentir que tenemos un mayor control y un conocimiento más profundo que el resto.

En esta línea, las palabras del profesor Bartels, politólogo de la Universidad de Vanderbilt, expresan perfectamente lo que mueve a las personas a mantenerse en este tipo de posiciones:"Si me hace sentir bien [...] es probable que la recompensa psicológica de tener esos puntos de vista sea mucho mayor que cualquier otro castigo que pueda sufrir si las opiniones son incorrectas”.

Por el contrario, los expertos, los políticos y, en general, los que tienen la responsabilidad de liderar, hacer avanzar a la sociedad y protegerla, así como todo aquel que tenga la responsabilidad de informar y servir de espejo donde se refleje la situación actual, futura o pasada, no pueden dejarse llevar a merced de estos sentimientos de satisfacción personal, ante este muro de fantasía, de lo que me gustaría que fuera y no de lo que es; pues en su mano está el buen gobierno y el devenir de nuestras vidas futuras y toda acción, y toda decisión, debe apoyarse sobre datos fundados y contrastables.

Más info aquí:


No hay comentarios:

Publicar un comentario