martes, 29 de octubre de 2019

La Mente Cartesiana: ¿debe la Razón estar por encima de la Emoción?



Es cierto que la dualidad entre mente y cuerpo no es algo nuevo ni original del pensamiento de Descartes. Ya Platón, uno de los padres de la filosofía, diferenciaba entre el mundo sensible, aquello que podemos percibir con nuestros sentidos y que está apegado al cuerpo físico, y mundo inteligible, donde se encuentran la ideas puras, el saber verdadero y la idea de bien, entendida esta como el origen de todo lo que es bueno y correcto. A este último plano solo podemos acceder a través de nuestra razón, es decir, a través de la mente y su acción ajena a los sentidos, pues estos apenas nos muestran sombras o representaciones de las ideas verdaderas, de las verdades puras.


Sin embargo, en esta misma línea de pensamiento, Descartes, heredero de la corriente platónica, en un intento por construir un nuevo método para acceder a la verdad, separa de nuevo la mente, el ente puro, del cuerpo, algo así como una cárcel que nos limita y nos miente, puesto que para él nuestros sentidos pueden engañarnos y nuestras percepciones no ser más que eso, sombras traicioneras que nos pueden mostrar realidades que no existen: falsedades.


Esta diferenciación entre el sustrato, el cerebro o el cuerpo físico, y la mente, el alma si queremos entenderla como tal, ha marcado de manera indeleble las consiguientes corrientes de pensamiento, las investigaciones psicológicas o filosóficas, las concepciones que tenemos sobre nosotros mismos y nuestro ser verdadero. Ya Skinner, uno de los padres de la psicología conductista, habla de la mente como de una caja negra a la que no se podía acceder de forma directa y por lo tanto no tenía importancia, puesto que la conducta humana, de la clase que sea, se podía explicar a través de las respuestas condicionadas del organismo, es decir, el cuerpo físico, siguiendo los axiomas de la fisiología pavloviana –lo único que importa es lo tangible. 


Por otro lado, tenemos a Freud. El legendario creador del psicoanálisis pone el foco de atención en la interpretación de sueños, es decir, en aquello que ocurre únicamente en el mundo onírico, dentro de nuestra mente, y aunque el entendimiento de la personalidad y los problemas psicológicos y de conducta también comprenden los hechos provenientes de las pulsiones físicas, lo que hace, como han hecho muchos antes y después de él –continuando con la corriente católica predominante–, es tratar a estas, a los deseos carnales o impulsos naturales, como elementos perversos que conllevan a trastornos psicológicos en la mente adulta. 

Y es que éste dualismo mente-cuerpo, mundo sensible o mundo inteligible, alma o prisión, no solo ha servido históricamente para desdeñar la vida terrenal y mundana de las gentes de a pié, afirmandonos que lo único bueno y verdadero se encuentra más allá de la vida y que, por lo tanto, no nos debe pesar el sufrimiento, es más, deberíamos abrazarlo como muestra de penitencia ante un ente o una vida posterior. Podría decirse que, continuando esta diferenciación entre lo digno y lo indigno, se han pervertido a las propias emociones, que siendo a su vez oriundas de nuestro sistema nervioso central, inquilinas más antiguas que la muy venerada razón, parecen hermanas menores, ovejas negras de la actividad cognitiva superior. Sin embargo, son estas mismas emociones las que nos han permitido sobrevivir, no como especie, sino como organismos multicelulares, adaptándonos constantemente al entorno y evolucionando según las exigencias de este.

La cuestión es que si creemos que ha sido nuestra capacidad superior de razonar la solitaria herramiento que nos ha llevado hasta nuestra situación actual, si pensamos que la diferencia a radicado única y exclusivamente en el desarrollo de un lóbulo frontal que regula nuestra conducta de una manera más eficaz, estaremos completamente equivocados. Es cierto que gran parte de nuestro éxito como homo sapiens está en el control emocional y el razonamiento superior, únicos de nuestra estirpe –podríamos discutir esto en el futuro–, pero es que, bajo mi punto de vista, nuestra cultura, y me atrevería a decir que no solo nuestra cultura occidental, sino en mayor medida la oriental, se ha construido sobre la base de la supresión de una parte muy concreta de nuestro ser –más si cabe cuando hablamos, desde una perspectiva histórica, de la posición de las mujeres–, las emociones. Esto podemos verlo, en la actualidad, en la obstinada acción de los llamados influencers, escaparates virtuales al servicio de nuestro entretenimiento, nuevo paradigma de la comunicación, al procurar mostrarnos exclusivamente sus mejores caras, siempre con una apariencia de felicidad y entusiasmo por la vida, un estado de gracia donde componen, a través de la magia de la edición, una tren de vida perfecto, ausente de mácula y, cuando la hay, mostrándose siempre como víctimas, entes puros que han sido maltratados por un villano, o villanos, ya sea el público o un sujeto fuente de todo mal, intentando transmitir indefensión y credulidad ante los envites de un mundo que no es capaz de aceptar su corazón puro.


Pero esto no siempre a sido así. Antes, no hace mucho, mostrarse exaltado, exhibir felicidad o emociones en público, era síntoma de una gran desfachatez y desverguenza. Lo que se apreciaba entonces era la moderación, la contención, la represión y el mostrar piadoso sufrimiento, la rudeza del mundo cargado a nuestras espaldas con implacable estoicismo, todo esto resumido en una oración antológica a modo de rezo que no consigo quitarme de la cabeza como muestra inequívoca de cómo, durante mucho tiempo, quizás demasiado, los españoles nos hemos congratulado de regodearnos en nuestros pesares: “No somos nadie”.

Estos dos ejemplos, estos dos puntos de vista tan distantes y a la vez tan cercanos en el tiempo, me reafirman en una opinión que llevo formándome desde hace algunos años y que la práctica de las técnicas cognitivo-conductuales en mi actividad sanitaria me ha terminado por convencer. La mayoría de personas, entre las cuales me incluyo, no somos capaces de reconocer las emociones que nos embriagan, los sentimientos que nos afloran desprendiendose o creandose fruto de los pensamientos automáticos que nos asaltan, en la mayoría de los casos sin poder evitarlos puesto que no nos preparan para eso desde pequeños. Confundimos miedos con realidades, suposiciones con hechos, percepciones con certezas. No se equivocaba Descartes al afirmar que nuestras percepciones no son de fiar, pero quizás iba demasiado lejos. Quizás no debemos sustraernos por completo de nuestra realidad mundana, puede que nuestra razón no sea tan infalible como nos gustaría creer. Porque, al fin y al cabo, ¿que mueve nuestra razón? ¿Qué la motiva?

Esta última palabra, motivación, fuerza intrínseca que dirige nuestra acción en el ámbito que sea, es la clave para comprender por qué, a mi parecer, la dicotomía entre mente y cuerpo, entre emociones y razón, ha sido, y lo será en el futuro, uno de los mayores escollos para alcanzar una vida plena, entendida esta como una existencia equilibrada en todos los ambitos: a nivel íntimo, profesional, relacional,... Si denigramos cualquiera de los aspectos que nos hacen ser nosotros, si rechazamos una parte de nuestro yo por indigna o inferior, lo único que provocamos es un desequilibrio que finalmente tendremos que compensar sobredimensionando alguna de aquellas partes que sí queremos conservar. Pero este sobredimensionamiento tan solo es aparente, puesto que la motivación subyacente, las emociones al fin y al cabo, siguen estando presentes, reprimidas, y continúan condicionando la conducta, esta vez a nuestras espaldas. Podemos engañarnos, asegurarnos a nosotros mismos que conseguiremos mantenernos firmes ante la vicisitudes, creernos por encima de las situaciones, pero al final, si no fuéramos sensibles ante nuestra emociones nada nos empujaría a actuar. Nos gusta pensar que la pasión y la razón son entes opuestos que se anulan el uno al otro. Sin embargo, el conocimiento no sería posible sin una pasión que nos empujara hacia él. Si leemos es porque nos produce satisfacción, si estudiamos e investigamos es porque tenemos una fuerte motivación interna que nos empuja a ello, ya sea el placer de hacerlo o el sentirnos reconfortados porque lo que hacemos nos va a llevar hacia la posición que queremos alcanzar. Trabajamos, no por el razonamiento lógico de que una sociedad es una interacción de individuos que forman una red interconectada en el que es necesario la acción de nuestro trabajo y esfuerzo para mantener una economía de intercambio de bienes y servicios, sino porque queremos vivir bien, nos gusta tener cosas, no queremos pasar hambre, etc.


Si nos fijamos, estos últimos argumentos se articulan en base a verbos que denotan emociones o sentimientos –deseo, gusto, hambre– y nada puede sustraerse a ellas puesto que son germen de toda conducta. Realizamos acciones atendiendo a deseos, los cuales podemos estar de acuerdo en que son por entero emocionales y que buscan que nos sintamos bien, o para evitar un malestar, lo que nos haría albergar emociones negativas –ira, tristeza, asco...–. La razón no llega sino como consecuencia directa de aquello que nos motiva, como un medio para alcanzar nuestros objetivos empujada por una pasión determinada. Es decir, no puede existir razón sin emoción, al igual que no hay conocimiento sin pasión por aprender, y, por lo tanto, pretender desprendernos o reprimir la parte de nosotros mismos que nos empuja a realizar todo tipo de acciones es tan inútil como intentar sostener un rayo de sol entre las manos, puesto que eso no elimina el sentimiento subyacente, tan solo lo enmascara, y al negarlo dejamos de prestarle atención. Pero este sigue ahí, latente, actuando sin nuestro permiso, condicionando inconscientemente nuestro comportamiento cuando pensábamos que lo teníamos todo controlado.

Este tipo de conducta, el negarse a sí mismo lo que uno siente, no hace más que alejar de nuestro control lo que está oculto, puesto que aquello que no conocemos, de lo que no tenemos consciencia, no puede ser manejado o utilizado para nuestro beneficio. Si no podemos ver el camino, lo más probable es que nos extraviemos, si no podemos distinguir sabores, posiblemente terminaremos por cocinar una sustancia incomible. Lo mismo ocurre en el terreno de las emociones. Aquellas a las que no atendemos se apoderan de nosotros provocando, desgraciadamente, lo mismo que intentamos evitar.

Por el contrario, si fuéramos plenamente conscientes de nosotros mismos, y en esto puedo concordar en parte con el mindfulness, y nos encontraramos con la libertad de ser sinceros con aquello que sentimos sin avergonzarnos del miedo, la tristeza, la inseguridad, la ira, etc. conseguiríamos alcanzar un estado de paz interior y de una mejor preparación para afrontar los conflictos que nos lleguen desde fuera. Con esto no hablo de un estado de serenidad donde todo nos es ajeno, no hablo de una filosofía espiritual donde alcanzar un mágico estadio de consciencia, sino de un uso práctico de nuestras emociones y de la razón.

Me he encontrado en multitud de ocasiones con gente que confunde emoción con razón, miedo con realidad y opinión con verdad, lo cual les produce un estado de ansiedad constante que solo son capaces de controlar cuando aprenden a analizar sus propios pensamientos, cuando aprenden a discernir emoción de razón, no negando la primera, sino aceptándola como una parte de sí mismos que les empuja en una dirección concreta. 

Y una vez que somos conscientes de ello, ¿qué? Entonces utilizamos aquello que sentimos para tomar una decisión consciente, esta vez sí, teniendo en cuenta todas las variables posibles, incluidas las emociones, y nos permitimos reflexionar sobre lo que es mejor para nosotros. Sócrates, en lo que se ha venido conociendo como intelectualismo moral, habla de que no puede existir el bien sin conocimiento y de que el mal, precisamente, se produce por la ausencia de este mismo. Pues, atendiendo a este argumento, no puedo sino estar de acuerdo con él, teniendo en cuenta el conocimiento no como conocimiento general de las cosas, no como sabiduría absoluta del mundo, sino como conocimiento de uno mismo y aceptación de tu propio ser.

Tenía un profesor en la carrera al que en su momento no pude conocer demasiado bien, de lo que ahora me arrepiento. Sin embargo, siempre me fascinó su visión del mundo de la psicología, de por qué la gente enfermaba de depresión o ansiedad. Recuerdo que en la presentación de uno de sus libros hacía hincapié en la necesidad de tomar consciencia de que somos adictos a ciertas emociones negativas, a la tristeza o a la ira, por poner un par de ejemplos, y que recurrimos a ellas constantemente, aunque nos hagan sentir mal, tan solo porque nos resultaban familiares y cómodas. Hablaba de que si tomáramos consciencia de ello, si fuéramos capaces de sustraernos un poco de nosotros mismos y percibir que somos adictos a ciertos pensamientos recurrentes, tal vez conseguiríamos ser felices al comprender que debemos desprendernos de estos. De él rescato esto último, la necesidad de tomar consciencia de nuestro propio ser, de todo aquello que lo conforma, sin prejuzgar ni recelar de las partes con las que no nos sentimos especialmente cómodos, para poder tener, aunque sea un poquito, de contror sobre nuestras vidas y así alcanzar la felicidad.

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