martes, 22 de octubre de 2019

La Psicología del Voto: ¿somos tan racionales como nos creemos?



Últimamente, en España, nos estamos acostumbrando al desgobierno, a vivir en funciones sin que aquellos a los que hemos votado, los representantes electos que deberían legislar para nuestro beneficio (nótese el ‘deberían’), lleguen a un acuerdo para generar la estabilidad que cualquier organismo vivo, y al fin y al cabo una sociedad puede entenderse como un símil de nosotros mismos, necesita para poder llevar a cabo sus funciones más vitales sin caer en la enfermedad y el colapso. Al fin de cuentas, y de eso ya hemos hablado en otros artículos y estoy seguro de que volveremos a hablar en el futuro, en estos momentos nos estamos desenvolviendo en un entorno tremendamente estresante de incertidumbre, indefensión y conflicto, ingredientes suficientes y necesarios para entrar de lleno en un estado de ansiedad que como sociedad, como estructura interconectada y doliente del efecto mariposa, puede arrastrarnos al final hacía un fallo multiorgánico donde la caída o subida de alguna de las incalculables variables que modelan nuestra realidad y nuestras vidas, nuestro futuro por decirlo claramente, haga caer otra pieza más del dominó, ya de por sí inestable e inseguro, de nuestra estructura de estado.


Sin embargo, nosotros hemos cumplido, hemos hecho los deberes y, según los últimos datos de participación, los hemos hecho con atención y cuidado, con un tremendo interés de nuestra parte a sabiendas de que nos jugábamos algo más que el color de ocuparía durante, con suerte, los próximos cuatro años el sillón del presidente y la mesa del consejo de ministros. Y aunque de la situación actual de las “negociaciones” y la falta de acuerdo, buscado o no, la psicología también podría hablar largo y tendido, en esta ocasión vamos a centrarnos en el primer paso, en aquel que hace cuatro meses parece que las partes más básicas del sistema, las células que sostienen a todo el organismo, los votantes, realizamos correctamente. ¿Por qué votamos a quién votamos?

A los humanos nos gusta pensar que somos seres lógicos y racionales, que tomamos nuestras decisiones atendiendo a hechos objetivos y contrastables, proposiciones innegables que se deben asumir como verdades absolutas pues, ¿cómo voy a estar equivocado en lo que digo si a mí me afecta o me conmueve, acaso el problema no lo tendrá el otro que no ve la realidad de lo que digo, que admira a quien va a hacer de este país un lugar peor?

Pues la realidad es que, como animales que somos, y pese al tremendo desarrollo evolutivo que ha tenido nuestro encéfalo, pese al desarrollo de un neocórtex que regula nuestra toma de decisiones, siguen siendo nuestras pasiones, las emociones subyacentes que gobiernan nuestros más bajos instintos, las que guían, en la mayoría de los casos, nuestra conducta. Así, entendemos el sentido común como el más infalible de nuestros instrumentos racionales, cuando este es el menos común de los sentidos y el que más se deja influenciar por un sin fin de variables culturales, sociológicas, educativas, etc. Lo que para mí puede ser de sentido común, pongamo, el que los perros son animales de compañía que llegan a formar parte de nuestras familias, para otro no tiene porqué estar tan claro (ejem, China).

Por lo tanto, ¿cuál es el motivo de que votemos a uno u otro partido político? ¿Su discurso? ¿Sus promesas? ¿Su historia? ¿O tal vez simplemente cuál nos cae mejor y más simpático? ¿El atractivo físico del líder tiene algo que ver? ¿O tal vez se trata más de un problema sociológico y votamos en función de nuestro estatus?

Los primeros estudios psicológicos que abordaron esta cuestión de forma sistemática se desarrollaron a partir de la década de los 30 y 40, cuando los instrumentos para el análisis individual de la conducta del voto hicieron posible abandonar la investigación que hasta entonces había sido imperante, de corte más socio-demográfico. En estas investigaciones se consolida la identificación con el partido y la imagen de los candidatos como ejes sobre los que gira la intención del voto, lo cual mantiene su importancia hasta el día de hoy. Sin embargo, la explicación de una conducta, por lo general, no resulta en la mayoría de las ocasiones tan simple, y en este caso no iba a ser una excepción.

Un punto de vista sociológico.

Aunque aquí intentamos dar una explicación basándonos en un modelo psicológico de la conducta de voto, es innegable reconocer que tanto la sociología como las ciencias políticas tienen mucho que decir en este asunto. Por ejemplo, la edad, el género, la clase social o el nivel de estudios influyen en las variables psicológicas que guían nuestra conducta, puesto que han influido en la educación y los aprendizajes que nos han llevado a ser quienes somos. Podemos apreciar que en los estudio más clásicos se encontraba una relación entre el votante de partidos conservadores y que este pertenezca a una clase alta acomodada y por lo tanto esperaríamos, por sentido común, encontrar una equivalencia en el polo opuesto, es decir, que las personas de un nivel socioeconómico más bajo, optaran por opciones más progresistas.

Como hemos dicho, esto nos podría parecer de sentido común, sin embargo aquí se vuelve a demostrar que este es el menos común de los sentidos, pues no se encuentra equivalencia entre el estatus socioeconómico de la persona y que ésta vote a una opción, digámoslo así, más hacia la izquierda. Y, para más inri, estudios posteriores incluso han rebajado la importancia de la clase social haciendo aún más confusa esta relación.

En cuanto al nivel educativo, el género o la edad, no se puede determinar que estas variables tengan una correlación inequívoca con el sentido del voto, puesto que hay estudios que abogan hacia una dirección u otra. Aunque con respecto a la edad se suele aseverar que cuanto más mayor es una persona, más conservadora, esto no queda del todo claro y en todo caso se puede afirmar que se vuelve más moderada en su conducta. Para dar una respuesta cierta se deberían hacer estudios longitudinales, es decir, a largo plazo, donde se compare el voto de diferentes generaciones a lo largo de los años y si este se mantiene estable en el tiempo o varía dependiendo del clima político en el que uno se haya desarrollado.

Sin embargo, en lo que respecta a la práctica religiosa del votante, se ha encontrado una relación bastante estable entre el voto progresista y una menor participación religiosa. Para Lijhart, la religión ha sustituido en los últimos tiempos al estatus socioeconómico como el mejor predictor del voto, puesto que como hemos visto anteriormente, en estudios más recientes, el estatus social de la persona deja de influir de forma evidente en su elección.

¿Y qué nos dice la psicología sobre esto?

Para la psicología, los estudios sociológicos no explican la conducta del voto de manera satisfactoria, siendo simples estudios demográficos de opinión que no reflejando de una forma real la verdadera motivación del votante. Para Campbell, Gurin y Miller (1954) el nivel socioeconómico solo influye en la elección de voto en cuanto a la medida en que esta puede tener efecto en las variables motivacionales internas del sujeto, como puede ser la identificación con el partido. Por lo tanto, los determinantes que influyen en la conducta de un individuo son más sus actitudes y la forma que la que percibe la realidad de su entorno.

A lo largo de diferentes investigaciones se ha intentado encontrar un modelo que explicase la elección del voto y su variabilidad a lo largo del tiempo. Atendiendo a los resultados de estas podemos llegar a conclusiones tales como que es extraño que el voto cambie con el tiempo de manera polarizada, las personas suelen ser fieles a los mismos partidos o ideologías. Por otro lado, se ha visto que la identificación con el partido, lo mucho se parece lo que un partido defiende a nuestro sistema de creencias, es un indicador del voto muy estables (con una correlación del 80%).

Sin embargo, estos indicadores o variables no llegan a ser explicaciones en sí de la elección de voto, como mucho serían un precursor de la explicación o las variables precedentes. Además, todos los modelos que hasta la actualidad han intentado dar respuesta a este dilema, han sido tremendamente controvertidos y se ha discutido su validez por diferentes motivos que no creo pertinentes para este artículo.

Entonces, ¿qué sabemos seguro?

Lo que sabemos a ciencia cierta es que el sentido de nuestro voto está determinado por una respuesta emocional. Como decíamos al principio nos gusta pensar en nosotros mismos como seres racionales, pero, por suerte o por desgracia, no lo somos. Esto no quiere decir que esta decisión, mayoritariamente emocional, no esté modulada por mecanismos racionales que pueden intervenir en el proceso, sino que, teniendo en cuenta que uno de los mayores predictores de la intención de voto es la identificación con el partido o el líder, no podemos esperar que esta identificación sea resultado de un proceso lógico y meditado, teniendo en cuenta principios puramente objetivos –los humanos no funcionamos así.

Por lo tanto la identificación, al igual que en nuestra infancia con las figuras de apego, tiene un componente, por lo general, basado en la emoción que el partido, ideología o líder nos transmite. Esto quiere decir que la elección del voto es, por entero, subjetiva, dependiente más de nuestras percepciones pasadas por el filtro cognitivo de nuestra mente que por puras realidades. Y estas percepciones no solo se ven impregnada de nuestras emociones, las cuales podrían cambiar de un día a otro, sino por nuestros aprendizajes previos, personalidad, caracter, familia, etc.

Dicho todo esto, no podemos entender nuestro ser, nuestra persona, con sus características intrínsecas y sus motivaciones, fuera de un contexto social. Es decir, si somos aquello que vivimos, que aprendemos a lo largo de nuestra vida, el componente social que nos acompaña a través de nuestras familias, amigos, cultura, sociedad, región, país, entorno natural, y todo aquello que se nos pueda ocurrir que influye en mayor o menor medida en nuestra comprensión del mundo, nos empujará en una dirección determinada y con una sensibilidad peculiar diferente del otro.

Por lo tanto, ¿qué podemos concluir? Pues que el voto es irracional. Todos buscamos soluciones a los mismos problemas a través de vías diferentes, desde puntos de vista diferentes, con principios fundamentales -que no lo son puesto que varían- diferentes, y que quizás el mayor error que podemos cometer a la hora de plantearnos a quién votar y en qué lugar posicionarnos es denigrar nuestras emociones, creernos con la verdad absoluta y con una razón inexistente, puesto que está ausente de ella misma, y no entender que es nuestro feelling, la forma en la que nosotros procesamos la información de forma diferente a los otros, nuestras emociones en definitiva, las que nos empujan a tomar una elección final. Obviar nuestras emociones naturales es entregarnos a ellas, puesto que si no somos capaces de reconocerlas, tampoco seremos capaces de encauzarlas hacia soluciones y decisiones fructíferas.

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