Cuando pensamos en nosotros como especie, una de las primeras cosas que se nos viene a la mente es la etiqueta: animal racional. Sin embargo, pese a que el uso de la razón es una característica que nos distingue del resto de los animales de este planeta, esta terminología nos hace creer que nuestra mente opera en todo momento de forma lógica y racional, sopesando intelectualmente los pros y contras antes de tomar una decisión y evaluando fríamente todas las situaciones que surgen en nuestro día a día. Lo cierto es que la realidad está muy lejos de parecerse a esta creencia y lo que de verdad ocurre en nuestra mente, la forma en que procesamos las percepciones y vivencias, está muy determinada por el estado emocional y motivacional en el que nos encontremos, así como las experiencias y aprendizajes previos, que en buena medida condicionan nuestra interpretación del mundo.
Esta situación podemos encontrarla fácilmente en los trastornos afectivos o del estado de ánimo, en los trastornos de ansiedad e incluso en personas sin ningún tipo de patología que dirigen sus vidas, en muchas ocasiones, en base a creencias, pensamientos o supersticiones no contrastadas. Un ejemplo muy claro de esto, y que por supuesto está muy lejos de ser un problema mental, pero que puede resultarnos de utilidad para entender cómo funciona nuestra mente, es la religión.
La religión, al fin y al cabo, no es más que un conjunto de creencias no contrastadas, cimentadas sobre dogmas que a su vez se sustentan en la fé y en el criterio de autoridad, mantenidas en común por un conjunto de creyentes que las dan por válidas. Estos principios religiosos se encuentran fuera de toda comprobación empírica o falsación, pero sus adeptos tampoco la necesitan, puesto que el término fe, entendida como la creencia y esperanza personal en la existencia de un ser superior, no necesita de estos elementos científicos.
La esperanza, por otro lado, que viene a ser un símil de la fe, no es exclusiva de la religión. Hasta la más atea de las personas puede expresar esperanza por diferentes razones: esperanza en el futuro, en todos los ámbitos de nuestra existencia, en que nuestras vidas van a ir como esperamos, sobre el porvenir de nuestros hijos y su bienestar, sobre el futuro del mundo en el que vivimos.... Esta esperanza, es cierto, puede estar sustentada sobre proposiciones lógicas. Por ejemplo, si tenemos una buena salud demostrada y nos mantenemos en forma en la actualidad, esperaremos alcanzar la vejez en unas condiciones lo más óptimas posibles. En otras ocasiones, la esperanza se sustentará en la ya mencionada fe, esta vez empujada no por las creencias místico-religiosas, sino por el deseo personal de que se alcance un determinado objetivo. Sea como fuere, la esperanza es un estado de ánimo, lo que quiere decir que bajo su superficie existen motivaciones y detonantes sentimentales, no racionales como nos gusta imaginar.
En un artículo anterior comentaba la problemática que la corriente de pensamiento filosófico occidental había supuesto en la concepción que tenemos sobre nuestra propia existencia, y más concretamente sobre la comprensión de nosotros mismo y el funcionamiento de nuestra psicología. La concepción de una mente cartesiana, separada por completo del cuerpo y de los elementos sentimentales y emocionales, ha conllevado la negación de una parte de nosotros mismos en pos de elevar, casi de forma idealizada, un atributo único como es la razón. Sin embargo, y como explicaba en dicho artículo, esta razón es tan solo un mediador.
Podríamos decir que nuestra parte racional es el conductor de un vehículo que utiliza los recursos a su disposición –nuestro cuerpo y capacidades mentales– para guiarlo a través de una vía regulada por ciertas normas de tráfico –en nuestro caso, nuestro contexto social–. Este vehículo, movido por el combustible emocional y motivacional, responde a las órdenes del conductor atendiendo al tipo de carburante del que disponga en ese momento. Un vehículo empujado por el combustible de la felicidad se moverá de forma más ligera, rápida y alegre, procurando una conducción más ágil pero descuidada. Sin embargo, cuando el empuje lo produce un carburante como la tristeza o el miedo, el motor parece estar gripado, se mueve a trompicones a través de la carretera, dificultando la conducción, obligando al piloto discurrir más cautelosamente, mirando siempre por el espejo retrovisor y hacia los lados, temiendo chocar contra otros vehículos, recelando de la cercanía de estos debido a la inseguridad que le produce su propio auto, puesto que en cualquier momento le pueden hacer descarrilar si hacen algún movimiento brusco. Por lo tanto, el conductor se ve condicionado por el desempeño del coche, por su combustible y su estado mecánico, por las condiciones de la vía y su pericia a los mandos.
Esta forma de desenvolvernos en nuestra vida media en todos los aspectos que nos pudiéramos imaginar. Las emociones son necesarias y útiles. Nos ayudan en la toma de decisiones, en el mantenimiento de nuestra integridad, en el aspecto motivacional de nuestros actos... pero a su vez, sobretodo cuando estas no son emociones positivas como la felicidad y la diversión, o incluso con estas mismas, nuestra mente racional entra en conflicto con ellas. Nos cuesta sentirnos prisioneros de unas sensaciones tan primitivas, de algo que suponíamos superado evolutivamente hablando. Sin embargo ahí están, tenaces, subyaciendo bajo la superficie de la piel. No importa que se las repriman, ellas emergen, si no por las vías adecuadas, de forma abrupta, irrumpiendo de repente en una realidad que nunca abandonaron.
Daniel Goleman, psicólogo estadounidense autor de la obra “Inteligencia Emocional”, postulaba que hasta las personas más inteligentes y que conseguían puntuaciones muy elevadas en la medición de su CI, que hasta entonces sólo consideraba aspectos lógicos, podían verse arrastradas por los impulsos más primarios, embriagados por la incapacidad de conducir sus vidas y controlar el desenfreno emocional al que se enfrentaban. Tendemos a pensar que estos dos aspectos, inteligencia y una emocionalidad desbordada son aspectos opuestos y por el contrario muchas veces pueden ir de la mano. Una persona muy inteligente pero que no tenga mecanismos de control eficaces para regular su actividad emocional, puede verse incapaz de mantener su ira bajo control o mostrar una felicidad desmesurada ante ciertos acontecimientos.
En este contexto, debemos tener en cuenta dos aportaciones del psicólogo Travis Bradberry, coautor del libro “Inteligencia Emocional 2.0.”. Este autor destaca dos dimensiones básicas de la inteligencia emocional: la competencia personal, que hace referencia a la toma de conciencia y al manejo que hacemos de nuestras propias emociones; y la competencia social, muy relacionada con las habilidades sociales, que hace referencia a la habilidad para reconocer y entender las emociones en los demás, utilizando este conocimiento para conducir con éxito las relaciones interpersonales.
Como queda de relieve en un anterior artículo donde hablábamos de las habilidades sociales para una buena comunicación, disponer de una inteligencia emotiva bien desarrollada se convierte en una herramienta que puede llegar a ser un mejor predictor del éxito vital de una persona que su inteligencia medida en cuanto un mayor CI. En este sentido, no hablaría tanto de una capacidad para controlar nuestras emociones y motivaciones, puesto que estas son las que nos empujan a nosotros y no al revés, pero sí para regularlas, mediar entre los diferentes aspectos que conforman nuestra psique y conectar de una forma mucho más eficiente y satisfactoria con el entorno social en el que nos desenvolvemos. Si somos capaces de reconocer y aceptar nuestras propias emociones como algo natural, e incluso verlas de manera positiva, y a su vez tener la habilidad de reconocer en los demás estas mismas emociones, dirigiéndolas y canalizando su empuje a través de dicha inteligencia emocional, “conseguiremos navegar entre las complejidades sociales y tomaremos decisiones personales que desenlacen en resultados positivos.” (Bradberry, 2014).
Y es que la falta de una inteligencia emocional bien desarrollada unida a los prejuicios adquiridos, bien a través de la familia o de agentes externos, están en el germen de actitudes disruptivas y antisociales como el racismo, la xenofobia, la homofobia o el machismo. Estas posturas, todas ellas cargadas de recelos, supersticiones y falta de empatía, son reflejo de un alejamiento emocional del individuo hacia los objetivos de su prejuicio y, a la larga, tan solo producirán infelicidad, frustración y un evidente desapego hacia su entorno.
Por eso es tan importante un aprendizaje en valores y un adecuado desarrollo emocional a través de intervenciones psicoeducativas que desde pequeños hagan hincapié, además de en modelos correctos de comportamiento, en el reconocimiento de las emociones y sentimientos en los demás y en uno mismo. Para conseguir estos objetivos, es necesario que los niños dispongan de referencias de las que aprender, de una figura adulta que les muestre el camino, puesto que los más pequeños asimilan estos comportamientos y esquemas mentales de los mayores que les rodean, normalmente sus padres, que son sus figuras de apego. Pero estas actitudes deben extenderse a todos los profesionales que están en contacto con ellos, principalmente sus maestros y profesores, aquellos que deben ser referente para la formación de su personalidad y actitud futura.
Para llevar a cabo un adecuado desarrollo de la inteligencia emocional numerosos estudios se han basado en la propuesta de Salovey y Mayer (1997) que la definen atendiendo a cuatro componentes (Fernández-Berrocal y otros, 2002):
- Percepción: para reconocer nuestros sentimientos y emociones, estableciendo una base para aprender a gestionarlos y modelarlos.
- Asimilación: poner en sintonía nuestra emociones y nuestros pensamientos para que lo que sentimos se pongan a nuestra disposición y no al contrario, favoreciendo una buena adaptación al contexto en el que nos desenvolvemos.
- Comprensión: para comprender los sentimientos del otro, tenemos que aprender a comprender los propios. De esta forma será más sencillo conectar con el prójimo.
- Regulación: para finalizar, nos encontramos ante la capacidad para modelar y regular nuestros estados de ánimo y emociones ante situaciones especialmente intensas. Estaríamos hablando de la autorregulación.
Estas medidas, enfocadas en el desarrollo de un conocimiento y una comprensión profunda de todos los aspectos de nuestra mente, y no solo de los aspectos puramente intelectuales que hasta hace no mucho eran el foco de atención, vienen a jugar en favor de la visión integradora del cuerpo, ese ente impulsivo y terrenal, y nuestra parte racional, la mente o alma, ese constructo intelectual que se había pensado debía permanecer por sobretodas las cosas. Esta reconciliación entre la razón y la emoción, el aunar los esfuerzos de ambas partes de nuestro ser, no hará sino ahondar en un estado de bienestar psicológico y nos pondrá en el camino de una compresión más profunda del mundo social que nos rodea con todos los beneficios que ello pueda aportar.
Enlaces relacionados:
https://www.psyciencia.com/emociones-pesadilla-de-una-mente-logica/
https://psicopedia.org/1369/emociones-que-son-cuantas-hay-como-determinan-nuestra-conducta/
https://www.afoe.org/aprendizaje/la-inteligencia-emocional-en-el-contexto-educativo/
https://www.casadellibro.com/libro-inteligencia-emocional/9788472453715/541129
https://www.casadellibro.com/libro-inteligencia-emocional-20-estrategias-para-conocer-y-aumentar-su-coeficiente/9788415431060/1956928
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